Billie Holiday: mito y realidad de una dama del jazz. Un siglo de "Lady Day". Cuenta John Hammond, su descubridor, que la joven Billie Holiday
era una mujerona: en 1933 “pesaba casi cien kilos y era increíblemente
hermosa”. En 1959, cuando falleció, con 44 años, había quedado reducida a
una ruina, “una pequeña y grotesca caricatura de sí misma”, según un
periodista del New York Times.
En esos 25 años, Billie patinó y fué atropellada por la vida. Lo contó en su autobiografía "Lady sings the blues", a la que la editorial Tusquets añadió una apostilla prudente: Fábula.
Efectivamente, Billie era una gran fabulista y sabía que necesitaba dar
pena, a fin de recuperar la ansiada tarjeta para actuar en los clubes
neoyorquinos (su retirada era el castigo más doloroso para los jazzmen
atrapados con drogas). Su amanuense, William Dufty, tenía claro su
objetivo: un libro explosivo. Y lo logró, aunque la editorial metió
tijera, por miedo a las demandas de personajes como Orson Welles o
Tallulah Bankhead.
Esa Billie trágica de "Lady sings the blues" edulcorada por Hollywood en la película homónima, es la que ha
permanecido. Insatisfecha con ese retrato, una fan llamada Linda Kuehl
inició en los sesenta el trabajo de base para una biografía rigurosa.
Realizó unas 150 entrevistas a quienes convivieron con ella: músicos,
amantes, novios, agentes de narcóticos, aficionados. El resultado era
menos romántico que el libro de Dufty: educada en las leyes de la
prostitución, Billie asumía que debía pagar por amor al chulo de turno.
Era una yonqui atípica: después de grandes festines, aguantaba largas
temporadas de abstención.
Por la crudeza de la narración o por la carencia de experiencia
profesional de Linda Kuehl, su proyecto de libro fue rechazado; al poco,
se suicidó. Años después, la escritora Julia Blackburn descubrió su
archivo y comprobó que aquello era oro puro: entrevistadora persistente,
Kuehl consiguió que se sincerasen hasta los tipos que desempeñaron
papeles más miserables en el hundimiento de Holiday. Blackburn recuperó
el material para un libro coral, aquí traducido como Con Billie (Global Rhythm, 2006).
Con todo, la verdad está en los discos. Nacida el 7 de abril de 1915,
en Filadelfia (Pennsylvania), Eleanora Fagan era una criatura de
ciudad. Se educó musicalmente escuchando a Louis Armstrong, Bessie Smith
o Ethel Waters, artistas que —curioso— también sufrieron infancias
miserables. Quizás la principal señal distintiva resida en que Elenora
estuvo internada en instituciones católicas. Lejos de los éxtasis
emocionales de las iglesias baptistas, interiorizó la moderación
expresiva y la dicción nítida. Por lo menos, frente al micrófono.
Era menor cuando se rebautizó: el nombre venía de una actriz, Billie
Dove; el apellido, de su supuesto padre, el guitarrista Clarence
Holiday. Fue afortunada: pilló el final del llamado renacimiento de
Harlem, sembrado de locales donde los músicos improvisaban y acogían a
novatos. Su estilo ya estaba formado cuando coincidió con John Hammond.
En una época donde las vocalistas eran conocidas como “canarios” y
estaban subordinadas al lucimiento colectivo de las orquestas, Billie
funcionaba como una instrumentista: era una jazzwoman. Su
sonido, insistía, se parecía al de la trompeta de Armstrong o el saxo de
Lester Young. Fraseaba como ellos y se permitía iguales libertades con
la melodía y el ritmo. De ahí que muchos consideren el pináculo de su
carrera las grabaciones hechas con el pianista Teddy Wilson y su
Orquesta (en total, ocho músicos) durante la segunda mitad de los años
treinta.
Billie prefería las formaciones pequeñas: sus experiencias con las big bands
de Count Basie y Artie Shaw resultaron infelices, por su temperamento y
por las indignidades de la segregación racial. Decidió que debía usar
los recursos actorales: siempre soñó con hacer cine. Los aplicó cuando grabó "Strange fruit" en 1939, descarnada denuncia de los linchamientos de negros en los estados sureños. Y los acentuó tras conocer a Mabel Mercer, artista británica que recitaba más que cantaba.
En los años cuarenta, Billie entró en un bucle:
su imagen de Mujer Atormentada dictaba el tono de sus grabaciones, que
reforzaban el estereotipo de la solitaria, la incomprendida, la
maltratada. Eso se tradujo en interpretaciones ralentizadas, donde
exprimía el contenido emocional de las letras. Parecía vulnerable, el
poeta Philip Larkin, tradicionalista en cuestiones de jazz, describió
sus discos como “calcinados y abrasadores”.
Podía haber seguido repitiendo la fórmula y nadie rechistaría. Sin
embargo, en la neblina de su caos, intuía que su creatividad todavía no
se había agotado. Fichó con el promotor Norman Granz, que supo sacarla
de su letargo, enfrentándola con material fresco y juntándola con
solistas de primera. En el estudio, podía entrar tarde, con una
afinación insegura, consciente de sus recursos deteriorados. Pero en
segundos se recuperaba y volvía a surgir la magia, ese metal doliente
que ahora imitan cantantes de mucha técnica y, ay, pocas vivencias. (Fuente: Diego A. Manrique - El País).
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