Hace 40 años que murió Nick Drake. Suicidio por sobredosis de antidepresivos, aseguró el forense, aunque no faltan los que sugieren un accidente, un torpe intento de salir del pozo del desaliento. Su desaparición pasó prácticamente desapercibida para la prensa musical británica, que lo despachó con breves notas.
Nadie debería recriminárselo: en 1974 proliferaban los cantautores introspectivos y se calcula que las ventas combinadas de sus tres elepés para Island no alcanzaba ni los 10.000 ejemplares. Su perfil público era mínimo: solo dio una entrevista, actuó poco, ni siquiera pasó por televisión. Sus únicas filmaciones en movimiento corresponden a su infancia. Hace unos años, se alborotó el patio cuando alguien creyó reconocerlo entre el público asistente a un festival de folk, una tipo alto que cruza la pantalla durante unos segundos, de espaldas a la cámara.
Todavía se discute sobre esa fantasmal presencia. Los que le trataron aseguran que sí, que podría ser Nick; los admiradores se resisten a identificar a ese gigantón desgarbado con el creador de sublimes filigranas sobre la soledad, cantadas con una guitarra elegante o –en los discos- con músicos profesionales (incluyendo orquestaciones todavía hoy muy discutidas). Un hombre frustrado, por la falta de eco para su arte, por la imposibilidad de emanciparse económicamente.
Todo podría haber acabado con su fallecimiento. Su discográfica no notó su falta: cabalgaba sobre la cresta de la ola, con éxitos de rock y reggae. La primera recopilación, Fruit tree, no salió hasta 1979. Fue un trabajo mimado –los tres discos más temas inéditos- pero vendió poco y fue descatalogada; con el tiempo, sería relanzada por el sello Hannibal con material nuevo.
Hay varias posibles explicaciones sobre su el hecho de que su obra y su defunción fueran ignoradas durante los setenta. La década abundó en cadáveres jóvenes, por el carpe diem y por la experimentación con substancias que pocos sabían controlar. Y Nick se escapó del zafio tópico del Club de los 27: tenía 26 años cuando su madre le encontró exánime en su habitación de la casa familiar.
Su reivindicación vino desde varios frentes. La aportación de músicos de las siguientes generaciones, que retomaron sus canciones. Más el trabajo de periodistas y documentalistas fascinados por la música y el personaje. Y la dedicación de fans en todo el mundo: el primer libro dedicado a su obra se publicó en danés (1986). Algo insospechado, dada la asimilación de Nick Drake con el paisaje y el carácter ingleses.
Sumen dos circunstancias decisivas. Joe Boyd, productor de sus dos primeros elepés, lo tomó como causa personal (en vida de Nick, me temo, no mostró tanta empatía). Y la tolerancia de los Drake, que nunca renegaron de su oveja negra. En vez de cerrarse en banda, acogieron a las almas perdidas que rastreaban las huellas de Nick. Era gente educada, de clase media-alta, que poseía un magnetofón de calidad para grabar la música hecha en familia; hace poco, se publicaron añejas canciones de su madre, Molly, de alguna manera conectadas con lo que luego haría su hijo para Island.
Se multiplicaron las leyendas (por ejemplo, sobre su estancia en Algeciras en 1971, igual que las películas donde sonaban River man o Northern sky. Pero quizás lo que sacó definitivamente a Nick Drake del limbo de los artistas-de-culto fue un spot televisivo que ignoraba sus características esenciales: esa melancolía pastoral y su aroma otoñal. Se rodó en Estados Unidos para vender un descapotable alemán, el Cabriolet de Volkswagen.
En un minuto, un prodigio de narración…tramposa. Cuatro chavalitos recorren silenciosos una carretera rural del Sur estadounidense, mientras suena Pink moon. Un cuarteto mixto en raza y sexo, sin extravagancias en ropas o peinados. Comprobamos que, aparte de sensibles a la naturaleza, son sensatos: acuden a una fiesta veraniega que ya se está desmadrando. Ni siquiera llegan a bajarse: cruzan sus miradas y se largan, prefiriendo seguir disfrutando del viento en la cara y la luna llena. Las ventas se dispararon cuando empezó la campaña publicitaria.
Vaya paradoja: al volante, Nick no tenía sentido de la orientación. Solía subirse al Mini de su madre y conducir hasta que se agotaba la gasolina. Perjudicado por la marihuana, puede que se sintiera incapaz de desenvolverse en una gasolinera. Solo le quedaba buscar una cabina telefónica, llamar a casa y esperar que lo rescataran. Eso es lo que, felizmente, ocurrió con su cancionero. (Fuente: Diego E. Manrique - El País).
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